Tal como era antes

El ferry que nos lleva de Dubrovnik a Bari no ha envejecido con gracia. Los asientos tienen polvo acumulado durante al menos 30 años y restos de piel y sudor de un millón de pasajeros. La decoración no parece haber recibido retoque alguno en los últimos 30 años o más, pero de todas formas nos transporta a Polaris y a nosotros sanos y salvos a través del Adriático. Llegar a Bari es como entrar en el eterno estereotipo italiano. Al desembarcar intentamos suplir la falta de letreros indicadores, con miradas inquisidoras en todas las direcciones, intentando encontrar algún signo que nos indique a donde dirigirnos, pero lo único que encontramos es un operario del puerto enfundado en un chaleco naranja, pitando frenéticamente un silbato y moviendo sus brazos furiosamente en todas las direcciones posibles. Colorido pero inútil. A pesar de que somos e único barco que acaba de llegar, que no había demasiada gente a bordo y que venimos de otro país de la Unión Europea, los trámites aduaneros duran casi dos horas. Seguimos hablando del estereotipo italiano mientras conducimos al sitio donde queremos pasar la noche, a través de calles ricas en baches.

Cuando aparcamos y empezamos a caminar a lo largo del paseo marítimo nos sentimos un poco más contentos. El mar tiene un tinte de azul precioso y el pequeño puerto pesquero es amable y pintoresco.

Llegamos a la parte moderna de la ciudad, que está bien, pero no le encuentro nada particularmente especial o distintivo.

La sorpresa agradable viene cuando entramos en la parte antigua de la ciudad. Es como un viaje a un ligar donde el tiempo se paró hace cuarenta o cincuenta años. En las pequeñas plazas las mammas amasan y dan forma a su pasta fresca, mientras los niños juegan al pilla pilla o a la pelota, y unos mayores están sentados a la sombra conversando tranquilamente.

Las callejas están llenas de tiendecitas que venden de todo, desde cestas de mimbre a frutas y verduras o juguetes de playa, como solía ser en los pueblos de la costa durante mi infancia.

Y además está la comida. Cenamos la mar de bien en la pequeña Osteria Plagionico Vino e Cucina,  donde puedo decir sin lugar a equivocarme que me como la mejor pasta con marisco que he probado hasta ahora.

Nuestra siguiente parada es Alberobello, un pequeño pueblo en el Valle de Itria, famoso por las casas trulli, que son como redondas, con tejados cónicos construidos con piedras planas. Si estuviéramos en Noruega, diría que es donde viven los trolls, pero aquí no hay trolls, son casas de gente normal.

Otro pueblo del lugar es Locorotondo, que es un laberinto the casas blancas y callejas estrechas en la cima de una colina. Inevitablemente recuerda a algunos pueblos del sur de España.

Nuestra siguiente parada es en Cisternino, recomendado por nuestra amiga Floriana, no solo porque es también un pueblo pintoresco con alma en forma de casas blancas y casas de piedra cubiertas de la pátina del tiempo, sino también porque la comida es deliciosa. En general, la carne manda, pero la especialidad son las bombette, que son tiras finas de carne enrolladas alrededor de queso, verduras, setas, o lo que se le ocurra al cocinero, y después hechas a la brasa. También nos comemos unas berenjenas encurtidas que están para chuparse los dedos.

Lecce es un pueblo de un barroco sorprendente y superlativo. Algunas de sus fachadas son tan ricas que te puedes perder durante horas intentando exploras sus contoneos y sus criaturas mitológicas. Es tan completo, que hasta tiene unas discretas ruinas romanas.

La pieza central del pueblo parece ser la Plaza del Duomo, con una catedral del siglo XII y una colección de edificios que están cubiertos por el suave color de miel que solo puede ser pintado por el tiempo.

Pero lejos de ser un museo, el pueblo es animado y tiene una buena colección de bares, cafés, restaurantes y pequeñas tiendas que son los custodios de sus latidos.

Para mí Gallipoli es un sinónimo de vida junto al mar. Justo enfrente de los muros de la ciudad antigua, los pescadores reparan las redes antes de salir de nuevo al mar, y en las calles sombrías del pueblo, grupos de hombres preparan cebo. A lo largo del frente marítimo una cantidad generosa de iglesias miran al mar para proteger a los pescadores piadosos.

No es una sorpresa que la escena culinaria del lugar sea bastante interesante, y que haya un buen puñado de restaurantes que preparan platos que tienen el pescado y el marisco como protagonistas. Algunos tienen mesas frente al mar y es un placer tomarse un trago y un bocado contemplando el profundo mar azul. Durante nuestra estadía en Gallipoli es el cumpleaños de Christian y lo celebramos con un aperitivo junto al mar y una cena deliciosa en el restaurante Madre.

Por lo demás el pueblo es una colección placentera de edificios blancos y de colores pastes, impregnado de una manera vivir tranquila y un paso reposado del tiempo.